Caminé despacio en un intento por llegar tarde al sitio. Sabía que no había marcha atrás, pero al menos mi lentitud demoraría la melancolía del momento.
Yo disfruté su cara de emoción mientras me envolvía en una profunda tristeza. Iba lleno de sueños y planes; y aunque uno de ellos era volver, nunca volvió. Ni siquiera con mi muerte.
El abarrotado terminal me pareció siniestro. Yo estaba sumergida en una nube gris donde el único protagonista era mi hijo. Recordé su primer día de clases, tan sereno con su uniforme. «No voy a llorar, mamá», me dijo con los ojos llenos de lágrimas. Era la primera vez que lo dejaba en un lugar sin mi cuidado. ¿Y si le duele la barriga?, ¿y si no tiene la atención necesaria? ¡Dios, son muchos niños! Y me dije: ya, tranquila. Todo va a estar bien.
También recordé que este miedo lo sentiría toda la vida. Lo empecé a vivir cuando me enteré que estaba embarazada. Ya no quería pujar por temor a perderlo. Allí me dije que tenía que aprender a manejar mis emociones, sabía que mi vida había cambiado por completo.
Hoy, emigraría.